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La Guajira.

Colombia, 2014.

 

         El desierto es inmensidad. El desierto da la sensación que nunca acaba, y por las noches, cuando no puedes ver más allá de la luz de los astros, el desierto es la suerte que tengas. Comparado con el pueblo del libro de La Casa de las Cebollas, de Memo Ángel: del mar llegan problemas que hablan en diversos idiomas, del desierto bereberes y todo aquel que “la deba” en el desierto la paga, porque no hay peor enemigo que los miedos propios. En la Guajira, problemas llegan cargados de populismo de Bogotá, de alcaldías locales corruptas y de una cultura propia machísta, ladrona y aventajada.

 

         El desierto es pues soledad, condición tachada de demonio a lo largo de la historia, pero si Dios y el diablo en principio eran lo mismo como planteó Fernando Gonzales, es un sacrilegio describir la soledad desde nuestras culpas. Si cambiáramos de visión de nuestros miedos a nuestros sueños, la soledad pasaría de bruja a renovadora. Para renacer cantando hay que haber muerto en silencio. Para reconstruirse hay que destruirse, no hay orden sin caos. Si la soledad es reinvención, el desierto es reinvención.

 

         El desierto tiene la condición infalible del silencio, que deseándolo o no, calla las voces externas, y a las internas solo las acompaña el canto consolador del viento (un bálsamo).

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